Narraciones extraordinarias


Jorge Luis Borges escribió en 1949: «En la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo. [...] Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables».

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El corazón delator - Cuento animado 1953





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EL MITO DE CUNIRAYA HUIRACOCHA

El mito de Cuniraya Viracocha forma parte de los escritos de Francisco de Avila, quien en la primera década del siglo XVII los recolecta en la provincia de Huarochirí. Avila fue encargado como "extirpador de idolatrías". Tenía la misión de destruir las antiguas creencias andinas y reemplazarlas por la religión católica. Para ello recorrió la sierra de Lima (Huarochirí) con ayudantes andinos, los que escribieron en quechua los mitos y leyendas de esa región. La primera traducción al castellano la hizo José María Arguedas, publicando el libro "Dioses y Hombres de Huarochirí" en 1966. Posteriormente Gerald Taylor hizo una nueva traducción, en 1987, que aparece en el libro "Ritos y Tradiciones de Huarochirí del siglo XVII", de donde hemos adaptado el presente relato. 

Cuentan que en tiempos muy antiguos, Cuniraya Viracocha se convirtió en un hombre muy pobre, y andaba paseando con su ropa hecha arapos, y sin reconocerlo algunos hombres lo trataban de mendigo piojoso. Pero Cuniraya Viracocha era el dios del campo. Con solo decirlo preparaba las chacras para el cultivo y reparaba los andenes. Con el solo hecho de arrojar una flor de cañaveral (llamada pupuna) hacía acequias desde sus fuentes. Así, por su gran poder, humillaba a los demás dioses (huacas) de la región. 

Había una vez una mujer llamada Cahuillaca, quien también era huaca, que por ser tan hermosa todos los demás huacas la pretendían. Pero ella siempre los rechazaba. Sucedió que esta mujer, que nunca se había dejado tocar por un hombre, se encontraba tejiendo debajo de un árbol de Lúcumo. Cuniraya que la observaba de lejos pensaba en una manera astuta de acercarse a la bella Cahuillaca. Entonces se convirtió en un pájaro y voló hasta la copa del Lúcumo, donde encontró una lúcuma madura a la que le introdujo su semen, luego la hizo caer del árbol justo al costado de donde Cahuillaca se encontraba tejiendo. Al verla se la comió muy gustosa y de esta manera la bella diosa quedó embarazada sin haber tenido relaciones con ningún hombre. 

los nueve meses, como era de esperarse, Cahuillaca dio a luz. Durante más de un año crió sola a su hijo, pero siempre se interrogaba sobre quién sería el padre. Llamó a todos los Huacas y Huillcas a una reunión para dar respuesta a su pregunta. Cuando supieron de la reunión todos los huacas se alegraron mucho, asistieron muy finamente vestidos y arreglados, convencidos de ser a los que la bella Cahuillaca elegiría. Esta reunión tubo lugar en un pueblo llamado Anchicocha. Al llegar se fueron sentando, y la bella huaca les enseñaba a su hijo y les preguntaba si eran los padres. Pero nadie reconoció al niño. Cuniraya Viracocha también había asistido, pero como estaba vestido como mendigo Cahuillaca no le preguntó a él pues le parecía imposible que su hijo hubiese sido engendrado por aquel hombre pobre. 

"La fuga de Cavillaca" - Yo Leo - Plan Lector
Ante la negativa de todos los preguntados de reconocer al niño, Cahuillaca ideó posar en el piso al niño, dejando que ande a gatas solo hasta donde se encuentre su padre. Hizo así, y el niño se dirigió muy contento donde se encontraba Cuniraya Viracocha. Cuando su madre lo vio, muy encolerizada, gritó: "­Ay de mí! ¨Cómo habría podido yo dar a luz el hijo de un hombre tan miserable?". Y con estas palabras cogió a su hijo y corrió hacia el mar. Entonces Cuniraya dijo: "­Ahora sí me va a amar!" y se vistió con un traje de oro, y la siguió, llamándola para que lo viera. Pero Cahuillaca no volvió para mirarlo, siguió corriendo con la intención de arrojarse al mar por dar a luz el hijo de un hombre tan "horrible y sarnoso". Al llegar a la orilla, frente a Pachacamac, se arrojó y quedaron convertidos, ella y su hijo, en dos islotes que están muy cerca a la playa.

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EL SUEÑO DEL PONGO

Aquí los audios de este maravillos cuento de José María Arguedas. Espero que lo disfruten tanto como yo.





TEXTO

"El sueño del Pongo" 
José María Arguedas

Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludo en el corredor de la residencia.
  • ¿Eres gente u otra cosa? - le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
Humillándose, el pongo contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
  • ¡A ver! - dijo el patrón - por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parece que no son nada. ¿Llévate esta inmundicia! - ordenó al mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza", había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan haraposa y acaso, también porque quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.
  • Creo que eres perro. ¡Ladra! - le decía.
El hombrecito no podía ladrar.
  • Ponte en cuatro patas - le ordenaba entonces-
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
  • Trota de costado, como perro - seguía ordenándole el hacendado.
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
  • ¡Regresa! - le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.
Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento interior en el corazón.
  • ¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! - mandaba el señor al cansado hombrecito. - Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.
  • Recemos el Padrenuestro - decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.
En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.
  • ¡Vete pancita! - solía ordenar, después, el patrón al pongo.
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos*.
Pero... una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hobrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
  • Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte - dijo.
El patrón no oyó lo que oía.
  • ¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? - preguntó.
  • Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte - repitió el pongo.
  • Habla... si puedes - contestó el hacendado.
  • Padre mío, señor mío, corazón mío - empezó a hablar el hombrecito -. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
  • ¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio - le dijo el gran patrón.
  • Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
  • ¿Y después? ¡Habla! - ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
  • Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
  • ¿Y tú?
  • No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
  • Bueno, sigue contando.
  • Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: "De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de chancaca más transparente".
  • ¿Y entonces? - preguntó el patrón.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
  • Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
  • ¿Y entonces? - repitió el patrón.
  • "Angel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.
  • Así tenía que ser - dijo el patrón, y luego preguntó:
  • ¿Y a ti?
  • Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar: "Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano".
  • ¿Y entonces?
  • Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las furzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. "Oye viejo - ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel -, embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!". Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando...
  • Así mismo tenía que ser - afirmó el patrón. - ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
  • No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mi, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: "Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
(*) Indio que pertenece a la hacienda.

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TRES OBRAS DEL ROMANTICISMO

El Romanticismo, movimiento literario que surge en Alemania, reacciona contra el Neoclasicismo, a través de la promoción de la libertad creativa, el predominio de los sentimientos sobra la razón, la exaltación del yo personal, mediante la expresión de la personalidad de cada individuo, entre otros; sin embargo, por el contexto histórico en el que se desarrolla, destaca el sentimiento de amor por la patria, respeto por las tradiciones y búsqueda del respeto de los derechos civiles.
En este xontexto surgen grandes representantes y obras, aquí les dejo el enlace del argumento de tres obras representativas de la época:

WERTHER de Goethe

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LOS MISERABLES
EL CONDE DE MONTECRISTO
WERTHER
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EL CAMPEÓN DE LA MUERTE


Se había puesto el sol y sobre la impresionante tristeza del pueblo comenzaba a asperjar la noche sus gotas de sombra. Liberato Tucto, en cuclillas a la puerta de su choza, chachaba, obstinado en que su coca le dijera qué suerte había corrido su hija, raptada desde hacía un mes por un mozo del pueblo, a pesar de su vigilancia.
Durante esos treinta días su consumo de coca había sobrepasado al de costumbre. Con regularidad matemática, sin necesidad de cronómetro que le precisara el tiempo, cada tres horas, con rabia sorda y lenta, de indio socarrón, y cachazudo, metía mano al huallqui, que, inseparable y terciado al cuerpo, parecía ser su fuente de consuelo. Sacaba la hoja sagrada a puñaditos, con delicadeza de joyero que recogiera polvo de diamantes, y se la iba embutiendo y aderezando con la cal de la shipina, la que entraba y salía rápidamente de la boca como la pala del horno.
Con la cabeza cubierta por un cómico gorro de lana, los ojos semioblicuos y fríos –de frialdad ofídica- los pómulos de prominencia mongólica, la nariz curva, agresiva y husmeadora, la boca tumefacta y repulsiva por el uso inmoderado de la coca, que dejaba en los labios un ribete verdusco y espumoso, y el poncho listado de colores sombríos en el que estaba semienvuelto, el viejo Tucto parecía, más que un hombre de estos tiempos, un ídolo incaico hecho carne.
Y de cada chacchada no había obtenido la misma respuesta. Unas veces la coca le había parecido dulce y otras amarga, lo que le tenía desconcertado, indeciso, sin saber qué partido tomar. Por antecedentes de notoriedad pública sabía que Hilario Crispín, el raptor de su hija, era un indio de malas entrañas, gran bebedor de chacta, ocioso, amigo de malas juntas y seductor de doncellas; un mostrenco, como castizamente llaman por estas tierras al hombre desocupado y vagabundo. Y para un indio honrado esta es la peor de las tachas que puede tener un pretendiente.
¿A dónde habría llevado el muy pícaro a su Faustina? ¿Qué vida estaría haciéndola pasar? ¿O la habría abandonado ya en represalia de la negativa que él, como hombre juicioso, le hiciera al padre de Crispín cuando fue a pedírsela para su hijo?
En estas hondas meditaciones estaba el viejo Tucto el trigésimo día del rapto de la añorada doncella, cuando de entre las sombras de la noche naciente surgió la torva figura de un hombre, que, al descargar en su presencia el saco que traía a las espaldas, dijo:
-Viejo, aquí te traigo a tu hija para que no la hagas buscar tanto, ni andes por el pueblo diciendo que un mostrenco se la ha llevado.
Y, sin esperar respuesta, el hombre, que no era otro que Hilario Crispín, desató el saco y vació de golpe el contenido, un contenido nauseabundo, viscoso, horripilante, sanguinolento, macabro, que, al caer, se esparció por el suelo, despidiendo un olor acre y repulsivo.  Aquello era la hija de Tucto descuartizada con prolijidad y paciencia diabólicas, escalofriantes, con un ensañamiento de loco trágico.
Y con sarcasmo diabólico, el indio Crispín, después de sacudir el saco, añadió burlonamente:
-No te dejo el saco porque puede servirme para ti si te atreves a cruzarte en mi camino.
Y le volvió la espalda.
Pero el viejo, que, pasada la primera impresión, había logrado impasibilizarse, levantóse y con tranquilidad, inexplicable en hombres de otra raza, exclamó:
-Harás bien en llevarte tu saco; será robado y me traería mala suerte. Pero ya que me has traído a mi hija debes dejar algo para las velas del velorio y para atender a los que vengan a acompañarme. ¿No tendrás siquiera un sol?
Crispín, que comprendió también la feroz ironía del viejo, sin volver la cara respondió:
-¡Qué te podrá dar un mostrenco! ¿No quisieras una cuchillada, viejo ladrón?
Y el indio desapareció, rasgando con una interjección flagelante el silencio de la noche…
II
Entre la falda de una montaña y el serpenteo atronador y tormentoso del Marañón yacen sobre el regazo fértil de un valle cien chozas desmedradas, rastreras y revueltas, como cien fichas de dominó sobre un tapete verde. Es Pampamarca. En medio de la vida pastoril y semibárbara de sus moradores, la única distracción que tienen es el tiro al blanco, que les sirve de pretexto para sus grandes bebezones de chicha y chacta y para consumir también gran cantidad de cápsulas, a pesar de las dificultades que tienen que vencer para conseguirlas, llevándoles su afición, hasta pagar en casos urgentes media libra por una cacerina de máuser. A causa de esto tienen agentes en las principales poblaciones del departamento, encargados de proveerles de munición por todos los medios posibles, los que, conocedores del interés y largueza de sus clientes, explotan el negocio con una desmedida sordidez, multiplicando el valor de la siniestra mercancía y corrompiendo con precios tentadores a la autoridad política y al gendarme.
Y cuando el agente es moroso o poco solícito, ellos bajan de sus alturas, sin importarles las grandes distancias que tienen que recorrer a pie, y se les ve entonces en Huanuco, andando lentamente, como distraídos, con caras de candor rayanas en la idiotez, penetrando en todas las tiendas, hasta en las boticas, en donde comienzan por preguntar tímidamente por las clásicas cápsulas del 44 y acaban por pedir balas de todos los sistemas en uso. Se les conoce tanto que, a pesar del cuidado que ponen en pasar inadvertidos, todo el que los ve murmura despectivamente: “shucuy de Dos de Mayo”, y los comerciantes los reciben con una amabilidad y una sonrisa que podría traducirse en esta frase: “Ya sé lo que quieres, shucuysito: munición para alguna diablura”.
Es en este caserío, en esta tierras de tiradores –illapaco jumapa-, como se les llama en la provincia, donde tuvo la gloria de ver por primera vez el sol Juan Jorge, flor y nata de illapacos, habiendo llegado a los treinta años con una celebridad que pone los pelos de punta cundo se relatan sus hazañas y hace desfallecer de entusiasmo a las doncellas indias de diez leguas a la redonda. Y viene a aumentar esta celebridad, si cabe, la fama de ser, además, el mozo un eximio guitarrista y un cantor de yaravíes capaz de doblegar el corazón femenino más rebelde.
Y también porque no es un shucuy, ni un cicatero. Y en cuanto a vestir y calzar, calza y viste como lo mistis, y luce cadena y reloj cuando baja a los pueblos grandes a rematar su negocio –como dice él mismo- que consiste en eliminar de este mezquino mundo a algún predestinado al honor de recibir entre los dos ojos una bala suya.

III
En lo que Juan Jorge no andaba equivocado, porque su fortuna y bienestar eran fruto de dos factores suyos: el pulso y el ojo.

IV
Y fue a este personaje, a esta flor y nata de illapacos, a quien el viejo Tucto le mandó su mujer para que contratara la desaparición del indio Hilario Crispín, cuya muerte era indispensable para tranquilidad de su conciencia, satisfacción de los yayas y regocijo de su Faustina en la otra vida.
La mujer de Tucto, lo primero que hizo, después de saludar humildemente al terrible illapaco, fue sacar un puñado de coca y ofrecérselo con estas palabras:
-Para que endulces tu boca, taita.
-Gracias, abuela; siéntate.
Juan Jorge aceptó la coca y se puso a chacchar lentamente, con la mirada divagante, como embargado por un pensamiento misterioso y solemne. Pasado un largo rato, preguntó:
-¿Qué te trae por aquí Marina?
-Vengo para que me desaparezcas a un hombre malo.
-¡Hum! Tu coca no está muy dulce…
-Tomarás más, taita. Yo la encuentro muy dulce… y también te traigo Ishcayrealgota.
Y sacando la botella de agua de florida llena de chacta se la pasó al illapaco.
-Bueno. Beberemos.
Y ambos bebieron un buen trago, paladeándole con una fruición más fingida que real.
-¿Quién es el hombre malo y qué ha hecho, por que tú sabrás que yo no me alquilo sino para matar criminales. Mi máuser es como la vara de la justicia…
-Hiralio Crispín, de Patay – Rondos, taita, que ha matado a mi Fausta.
-Lo conozco; buen cholo. Lástima que haya matado a tu hija, porque es un indio valiente y no lo hace mal con la carabina. Su padre tiene terrenos y ganados. ¿Y estás segura de que Crispín es el asesino de tu hija?
-Como de que ayer la enterramos. Es un perro rabioso, un mostrenco.
-¿Y cuánto vas a pagar porque lo mate?
-Hasta dos toros me manda a ofrecerte Liberato.
-No me conviene. Ese cholo vale cuatro toros; ni uno menos.
-Se te darán, taita. También me encarga Liberato decirte que han de ser diez tiros los que le pongas al mostrenco, y que el último sea el que le despene.
Juan Jorge se levantó bruscamente y exclamó:
-¡Tatau! Pides mucho. Pides una cosa que nunca he hecho, ni se ha acostumbrado jamás por aquí.
-Se te pagará, taita. Tiras bien y te será fácil.
Juan Jorge volvió a sentarse, se echó un poco de coca a la boca y después de meditar un gran rato en quién sabe qué cosas, que le hicieron sonreír, dijo:
-Bueno; diez, quince y veinte si quieres. Pero te advierto que cada tiro va a costarle a Liberato un carnero de yapa. Los tiros de máuser están hoy muy escasos y no hay que desperdiciarlos en caprichos que pague su capricho Tucto. Además, haciéndole tantos tiros a un hombre, corro el peligro de desacreditarme, de que se rían de mí hasta los escopeteros.
-Se te darán las yapas, taita. De lo demás no tengas cuidado. Yo haré saber que lo has hecho así por encargo.
-Juan Jorge se frotó las manos, sonrió, dióle una palmadita a la Martina y resolviese a sellar el pacto con estas palabras:
-De aquí a mañana haré averiguar con mis agentes si es verdad que Hilario Crispín es el asesino de tu hija, y si así fuera, mandaré por el ganado como señal de que acepto el compromiso.

V
Cuatro días después comenzó la persecución de Hilario Crispín. Jorge y Tucto se metieron en una aventura preñada de dificultades y peligros, en que había que marchar lentamente, con precauciones infinitas, ascendiendo por despeñaderos horripilantes, cruzando sendas inverosímiles, permaneciendo ocultos entre las rocas horas enteras, descansando en cuevas húmedas y sombrías, evitando encuentros sospechosos, esperando la noche para proveerse de agua en los manantiales y quebradas. Una verdadera cacería épica, en la que el uno dormía mientras el otro avizoraba, lista la carabina para disparar. Peor que si se tratara de cazar a un tigre.
Y el illapaco, que a previsor no le ganaba ya ni su maestro Ceferino, había preparado el máuser, la víspera de la partida, con un esmero y una habilidad irreprochables. Porque Juan Jorge, fuera de saber el peligro que corría si llegaba a descuidarse y ponerse a tiro del indio Crispín, feroz y astuto, estaba obsedido por una preocupación, que sólo por orgullo se había atrevido a arrostrarla: tenía una supersición suya, enteramente suya según la cual un illapaco corre gran riesgo cuando va a matar a un hombre que completa cifra impar en la lista de sus víctimas. Tal vez por eso siempre la primera víctima hace temblar el pulso más que las otras, como decía el maestro Ceferino. Y Crispín, según su cuenta, iba a ser el número sesenta y nueve. Esta superstición la debía a que en tres o cuatro ocasiones había estado a punto de parecer a manos de sus victimados, precisamente al añadir una cifra impar a la cuenta.
Por esta razón sólo se aventuraba en los desfiladeros después de otear largamente todos los accidentes del terreno, todas las peñas y recovecos, todo aquello que pudiera servir para una emboscada.
Así pasaron tres días. En la mañana del cuarto, Juan Jorge, que ya se iba impacientando y cuya inquietud aumentaba a medida que transcurría el tiempo, dijo, mientras descansaba a la sombra de un peñasco:
-Creo que el cholo ha tirado largo, o estará metido en alguna cueva, de donde sólo saldrá de noche.
-El mostrenco está por aquí, taita. En esta quebrada se refugian todos los asesinos y ladrones que persigue la fuerza. Cunce Maille estuvo aquí un año y se burló de todos los gendarmes que lo persiguieron.
-Peor entonces. No vamos a encontrar a Crispín ni en un mes.
-No será así, taita. Los que persiguen no saben buscar; pasan y pasan y el perseguido está viéndoles pasar.
Hay que tener mucha paciencia. Aquí estamos en buen sitio y te juro que no pasará el día sin que aparezca el mostrenco por la quebrada, o salga de alguna cueva de las que ves al frente. El hambre o la sed le harán salir.
Esperemos quietos.
Y tuvo razón Tucto al decir que Crispín no andaba lejos, pues a poco de callarse, del fondo de la quebrada surgió un hombre con la carabina en la diestra, mirando a todas partes recelosamente y tirando de un carnero, que se obstinaba en no querer andar.
-Lo ves, taita –dijo levemente el viejo Tucto, que durante toda la mañana no había apartado los ojos de la quebrada-. Es Crispín. Cuando yo te decía… Apúntale, apúntale; asegúralo bien.
Al ver Juan Jorge a su presa se le enrojecieron los ojos, se le inflaron las narices, como al llama cuando husmea cara al viento, y lanzó un hondo suspiro de satisfacción. Revisó en seguida el máuser y después de apreciar rápidamente la distancia, contestó:
-Ya lo ví; se conoce que tiene hambre, de otra manera no se habría aventurado a salir de día de su cueva. Pero no voy a dispararle desde aquí; apenas habrán unos ciento cincuenta metros y tendría que variar todos mis cálculos. Retrocedamos.
Taita, que se te va a escapar!...
-¡No seas bruto! Si nos viera, más tardaría él en echar a correr que yo en meterle una bala. Ya tengo el corazón tranquilo y el pulso firme.
Y ambos, arrastrándose felinamente y con increíble rapidez, fueron a parapetarse tras una blanca peñolería que semejaba una reventazón de olas.
-Aquí estamos bien –murmuró Juan Jorge-. Doscientos metros justos; lo podría jurar.
Y, después de quitar el seguro y levantar el librillo, se tendió con toda la corrección de un tirador de ejército, que se prepara a disputar un campeonato, al mismo tiempo que musitaba:
-¡Atención, viejito! Está en la mano derecha para que no vuelva a disparar más. ¿Te parece bien?
-Si taita, pero no olvides que son diez tiros los que tienes que ponerle. No vayas a matarlo todavía.
Sonó un disparo y la carabina voló por el aire y el indio Crispín dio un rugido y un salto tigresco, sacudiendo furiosamente la diestra. En seguida miró a todas partes, como queriendo descubrir de donde había partido el disparo, recogió con la otra mano el arma y echó a correr en dirección a unas peñas; pero no habría avanzado diez pasos cuando un seguro tiro le hizo caer y rodar al punto de partida.
-Esta ha sido en la pierna derecha –dijo sonriendo el feroz illapaco- para que no pueda escapar. Veo que completaré con felicidad mi sesenta y nueve. Y volvió a encararse el arma y un tercer disparo fue a romperle al infeliz la otra pierna. El indio trató de incorporarse, pero solamente logro ponerse rodillas. En esta actitud levantó las manos al cielo, como demandando piedad, y después cayó de espaldas, convulsivo, estertorante, hasta quedarse inmóvil.
-¡Los has muerto, taita!
-No, hombre. Yo sé donde apunto. Está más vivo que nosotros. Se hace el muerto por ver si lo dejamos allí, o cometemos la tontería de ir a verlo, para aprovecharse él del momento y meternos una puñalada. Así me engañó una vez José Illatopa y casi me vacía el vientre. Esperemos que se mueva.
Y Juan Jorge encendió un cigarro y se puso a fumar, observando con interés las espirales del humo.
-¿Te fijas, viejo? El humo sube derecho; buena suerte.
-Va a verte Crispín, taita, no fumes.
-No importa. Ya está al habla con mi máuser.
El herido, que al parecer había simulado la muerte, juzgando tal vez que había transcurrido ya el tiempo suficiente para que el asesino lo hubiera abandonado, o quizás por no poder ya soportar los dolores que, seguramente, estaba padeciendo, se volteó y comenzó a arrastrarse en dirección a una cueva que distaría uno cincuenta pasos.
Juan volvió a sonreír y volvió a apuntar, diciendo:
-A la mano izquierda…
y así fue: la mano izquierda quedó destrozada. El indio, descubierto en su juego, aterrorizado por la certeza y ferocidad con que le iban hiriendo, convencido de que su victimador no podía ser otro que el illapaco de Pampamarca, ante cuyo máuser no había salvación posible, lo arriesgó todo y comenzó a pedir socorro a grandes voces y a maldecir a su asesino.
Pero Juan Jorge, que había estado siguiendo con el fusil encarado todos los movimientos del indio, aprovechando del momento en que éste quedará de perfil, disparó el quinto tiro, no sin haber dicho antes:
-Para que calles…
el indio calló inmediatamente, como por ensalmo, llevándose a la boca las manos semimutiladas y sangrientas. El tiro le había destrozado la mandíbula inferior. Y así fue hiriéndole el terrible illapaco en otras partes del cuerpo, hasta que la décima bala, penetrándole por el oído, le destrozó el cráneo.
Había tardado una hora en este satánico ejercicio; una hora de horror, de ferocidad siniestra, de refinamiento inquisitorial, que el viejo Tucto saboreó con fruición y que fue para Juan Jorge la hazaña más grande de su vida de campeón de la muerte.
En seguida descendieron ambos hasta donde yacía destrozado por diez balas, como un andrajo humano, el infeliz Crispín. Tucto le volvió boca arriba de un puntapié, desenvainó su cuchillo y diestramente le sacó los ojos.
-Estos –dijo, guardando los ojos en el huallqui- para que no me persigan; y ésta –dándole una feroz tarascada a la lengua- para que no avise.
-Y para mí el corazón –añadió Juan jorge-. Sácalo bien. Quiero comérmelo porque es de un cholo muy valiente.

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EL BAOBAD DE MADAGASCAR (LEYENDA)

En el año 2007 asistí al lanzamiento de un nuevo servicio educativo de una editorial muy reconocida. A modo de inicio del programa se realizó la presentación de Francois Vallaeys (personaje a quien desconocía por completo), sin embargo quedé enamorada de la historia que nos contó y que se ha convertido de lejos en mi leyenda favorita. Aquí la comparto con ustedes.


Cierto día un conejo se fue de paseo por la gran sabana africana, saltando entre los campos, disfrutando del aire de la mañana, de la frescura de la madrugada, pero de pronto se levantó el sol, el padre sol, y llegó el calor. Entonces el conejo buscó como un loco la sombra de un árbol para poder descansar y delante de él vio un baobab.
El conejo se acercó ante el gran baobab y le dijo:
- Baobab, por favor, préstame tu sombra.

Y el baobab, con mucho gusto, le prestó su sombra.
- Gracias baobab –le dijo el conejo- tu sombra es muy refrescante.

Pero el conejo, que era muy travieso, se rió y se volvió para decirle:
- Si, tu sombra está muy bien pero... ¿y la música de tu follaje? La música de tu follaje estoy seguro de que debe ser una cacofonía horrible.
- Como se puede atrever –dijo el baobab- este pequeño ser a dudar de lo linda que es la música de mi follaje. ¡Yo le demostraré lo contrario!.

Así que el baobab empezó a hacer temblar sus hojas y, de pronto, se empezó a escuchar la música más linda del mundo. Y el conejo dijo:
- Gracias baobab, tu música es espectacular. Pero ¿y esa fruta? Estoy seguro de que esa fruta debe ser una bolsa de agua tibia nada más.
- Como se puede atrever –dijo el baobab- este pequeño ser a dudar de lo rica que es mi fruta. ¡Le voy a demostrar lo contrario!.

Entonces el baobab dejó caer su fruta y el conejo empezó a saborearla.
- Tu fruta es deliciosa, baobab, muchísimas gracias. Pero... ¿y tu corazón? Seguro que tu corazón tiene que ser duro como una piedra.

En ese momento el baobab quiso enseñarle su corazón al conejo para demostrarle que no era de piedra, pero... le entró miedo de enseñar su corazón a alguien que no conocía. El baobab no se atrevía, se sentía ridículo, sentía vergüenza pero, de pronto, la curiosidad fue más fuerte y empezó a abrir un poquito su corazón, a abrir su corteza cada vez más y más. Nuevamente, en el corazón del baobab, se descubrieron miles de tesoros: piedras preciosas, oro, joyas, pendientes, plata, telas finas.

- ¡Oh! ¡gracias baobab! –dijo el conejo- tu eres el ser más generoso que jamás he conocido en mi vida. ¡Muchísimas gracias!

Entonces el conejo entró despacio en el corazón del baobab, cogió todos los tesoros que había allí y regresó a su casa. Cuando llegó a casa le dio todo a su mujer que, ni corta ni perezosa, se empezó a colocar todas las telas finas, los pendientes y salió a presumir de todo lo que le había regalado su marido con sus amigas. Pero había una amiga que no se alegró de ver a la coneja con todas esas joyas: era la hiena, al hiena envidiosa. Ésta se fue a ver a su marido y le contó todo lo que tenía la coneja.

El marido hiena, viendo que su mujer estaba muerta de envidia, se fue a ver al conejo para preguntarle dónde había conseguido todo lo que tenía su mujer, para poder dárselo a la suya. El conejo, inocentemente, le contó todo al marido hiena: lo de la sombra, lo del follaje, lo de la fruta y el corazón.

Y así fue como el marido hiena se fue a ver al baobab. El enorme árbol, acordándose de lo bien que se había sentido con el conejo, volvió a hacer lo mismo: prestó su sombra, hizo mover sus hojas, entregó su fruta y abrió su corazón. Y, de nuevo, dentro de su corazón había miles y miles de tesoros.

La hiena, viendo tanta riqueza, quiso llevárselo absolutamente todo y empezó a arañar y arañar el corazón del baobab. Éste no entendía nada, le dolía, estaba herido y no le quedó más remedio que cerrar su corazón y su corteza. Como consecuencia la hiena se quedó fuera sin poder coger nada de su interior.

Y dicen que, desde esa época, la hiena busca en las entrañas de los animales muertos aquello que no pudo conseguir en el corazón del baobab.

También dicen que, desde esa época, el baobab ya nunca volvió a abrir su corazón a nadie porque tiene una gran herida y teme que le vuelvan a hacer daño.

Y finalmente dicen que el corazón del ser humano es muy parecido al corazón del baobab, encierra miles y miles de tesoros pero... ¿por qué se abre tan poco cuando se abre? ¿de qué hiena se acuerda?
Imagen del Baobad tomada de wikimedia

 

Aquí tienes esta misma leyenda narrada por Francois Vallaeys.



Espero que esta leyenda les guste tanto como a mí.
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CUENTO XX


Lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro

Un día, hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, un hombre ha venido a verme y me ha dicho que puede proporcionarme muchas riquezas y gran honra, aunque para esto debería yo darle algún dinero para que comience su labor, que, una vez acabada, puede reportarme el diez por uno. Por el buen juicio que Dios puso en vos, os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este asunto. 
 
-Señor conde -dijo Patronio-, para que hagáis en esto lo que más os conviene, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro. 
 
El conde le preguntó lo que había ocurrido.  

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un pícaro que era muy pobre y ambicionaba ser rico para salir de su pobreza. Aquel pícaro se enteró de que un rey poco juicioso era muy aficionado a la alquimia, para hacer oro.

Por ello, el pícaro tomó cien doblas de oro, las partió en trozos muy pequeños y los mezcló con otras cosas varias, haciendo así cien bolas, cada una de las cuales pesaba una dobla de oro más las cosas que le había añadido. Disfrazado el pícaro con ropas de persona seria y respetable, cogió las bolas, las metió en una bolsa, se marchó a la ciudad donde vivía el rey y allí las vendió a un especiero, que le preguntó la utilidad de aquellas bolas. El pícaro respondió que servían para muchas cosas y, sobre todo, para hacer alquimia; después se las vendió por dos o tres doblas. El especiero quiso saber el nombre de las bolitas, contestándole el pícaro que se llamaban tabardíe.

El pícaro vivió algún tiempo en aquella ciudad, llevando una vida muy recogida, pero diciendo a unos y a otros, como en secreto, que sabía hacer oro.

Cuando estas noticias llegaron al rey, lo mandó llamar y le preguntó si era verdad cuanto se decía de él. El pícaro, aunque al principio no quería reconocerlo diciendo que él no podía hacer oro, al final le dio a entender que sí era capaz, pero aconsejó al rey que en este asunto no debía fiarse de nadie ni arriesgar mucho dinero. No obstante, siguió diciendo el pícaro, si el rey se lo autorizaba, haría una demostración ante él para enseñarle lo poco que sabía de aquella ciencia. El rey se lo agradeció mucho, pareciéndole que, por sus palabras, no intentaba engañarlo. El pícaro pidió las cosas que necesitaba que, como eran muy corrientes excepto una bola de tabardíe, costaron muy poco dinero. Cuando las trajeron y las fundieron delante del rey, salió oro fino que pesaba una dobla. Al ver el rey que de algo tan barato sacaban una dobla de oro, se puso muy alegre y se consideró el más feliz del mundo. Por ello dijo al pícaro, que había hecho aquel milagro, que lo creía un hombre honrado. Y le pidió que hiciera más oro.

El granuja, sin darle importancia, le respondió:

-Señor, ya os he enseñado cuanto sé de este prodigio. En adelante, vos podréis conseguir oro igual que yo, pero conviene que sepáis una cosa: si os falta algo de lo que os he dicho, no podréis sacar oro.

Dicho esto, se despidió del rey y marchó a su casa.

El rey intentó hacer oro por sí mismo y, como dobló la receta, consiguió el doble de oro por valor de dos doblas; y, a medida que la triplicaba y cuadruplicaba, conseguía más y más oro. Viendo el rey que podría obtener cuanto oro quisiese, ordenó que le trajeran lo necesario para sacar mil doblas de oro. Sus criados encontraron todos los elementos menos el tabardíe. 

Cuando comprobó el rey que, al faltar el tabardíe, no podía hacer oro, mandó llamar al hombre que se lo había enseñado, al que dijo que ya no podía sacar más oro. El pícaro le preguntó si había mezclado todas las cosas que le indicó en su receta, contestando el rey que, aunque las tenía todas, le faltaba el tabardíe.

Respondió el granuja que, si le faltaba aunque fuera uno de los ingredientes, no podría conseguir oro, como ya se lo había advertido desde el principio.

El rey le preguntó si sabía dónde podía encontrar el tabardíe, y el pícaro respondió afirmativamente. Entonces le mandó el rey que fuera a comprarlo, pues sabía dónde lo vendían, y le trajera una gran cantidad para hacer todo el oro que él quisiese. El burlador le contestó que, aunque otra persona podría cumplir su encargo tan bien o mejor que él, si el rey disponía que se encargase él, así lo haría, pues en su país era muy abundante. Entonces calculó el rey a cuánto podían ascender los gastos del viaje y del tabardíe, resultando una cantidad muy elevada.

Cuando el pícaro cogió tantísimo dinero, se marchó de allí y nunca volvió junto al monarca, que resultó engañado por su falta de prudencia. Al ver que tardaba muchísimo, el rey mandó buscarlo en su casa, para ver si sabían dónde estaba; pero sólo encontraron un arca cerrada, en la que, cuando consiguieron abrirla, vieron un escrito para el rey que decía: «Estad seguro de que el tabardíe es pura invención mía; os he engañado. Cuando yo os decía que podía haceros rico, debierais haberme respondido que primero me hiciera rico yo y luego me creeríais».

Al cabo de unos días, estaban unos hombres riendo y bromeando, para lo cual escribían los nombres de todos sus conocidos en listas separadas: en una los valientes, en otra los ricos, en otra los juiciosos, agrupándolos por sus virtudes y defectos. Al llegar a los nombres de quienes eran tontos, escribieron primero el nombre del rey, que, al enterarse, envió por ellos asegurándoles que no les haría daño alguno. Cuando llegaron junto al rey, este les preguntó por qué lo habían incluido entre los tontos del reino, a lo que contestaron ellos que por haber dado tantas riquezas a un extraño al que no conocía ni era vasallo suyo. Les replicó el rey que estaban equivocados y que, si viniera el pícaro que le había robado, no quedaría él entre los tontos, a lo que respondieron aquellos hombres que el número de tontos sería el mismo, pues borrarían el del rey y pondrían el del burlador.

Vos, señor Conde Lucanor, si no deseáis que os tengan por tonto, no arriesguéis vuestra fortuna por algo cuyo resultado sea incierto, pues, si la perdéis confiando conseguir más bienes, tendréis que arrepentiros durante toda la vida.

Al conde le agradó mucho este consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro y compuso unos versos que dicen así: 
 
Jamás aventures o arriesgues tu riqueza
por consejo de hombre que vive en la pobreza.
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