CUENTO XX


Lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro

Un día, hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, un hombre ha venido a verme y me ha dicho que puede proporcionarme muchas riquezas y gran honra, aunque para esto debería yo darle algún dinero para que comience su labor, que, una vez acabada, puede reportarme el diez por uno. Por el buen juicio que Dios puso en vos, os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este asunto. 
 
-Señor conde -dijo Patronio-, para que hagáis en esto lo que más os conviene, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro. 
 
El conde le preguntó lo que había ocurrido.  

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un pícaro que era muy pobre y ambicionaba ser rico para salir de su pobreza. Aquel pícaro se enteró de que un rey poco juicioso era muy aficionado a la alquimia, para hacer oro.

Por ello, el pícaro tomó cien doblas de oro, las partió en trozos muy pequeños y los mezcló con otras cosas varias, haciendo así cien bolas, cada una de las cuales pesaba una dobla de oro más las cosas que le había añadido. Disfrazado el pícaro con ropas de persona seria y respetable, cogió las bolas, las metió en una bolsa, se marchó a la ciudad donde vivía el rey y allí las vendió a un especiero, que le preguntó la utilidad de aquellas bolas. El pícaro respondió que servían para muchas cosas y, sobre todo, para hacer alquimia; después se las vendió por dos o tres doblas. El especiero quiso saber el nombre de las bolitas, contestándole el pícaro que se llamaban tabardíe.

El pícaro vivió algún tiempo en aquella ciudad, llevando una vida muy recogida, pero diciendo a unos y a otros, como en secreto, que sabía hacer oro.

Cuando estas noticias llegaron al rey, lo mandó llamar y le preguntó si era verdad cuanto se decía de él. El pícaro, aunque al principio no quería reconocerlo diciendo que él no podía hacer oro, al final le dio a entender que sí era capaz, pero aconsejó al rey que en este asunto no debía fiarse de nadie ni arriesgar mucho dinero. No obstante, siguió diciendo el pícaro, si el rey se lo autorizaba, haría una demostración ante él para enseñarle lo poco que sabía de aquella ciencia. El rey se lo agradeció mucho, pareciéndole que, por sus palabras, no intentaba engañarlo. El pícaro pidió las cosas que necesitaba que, como eran muy corrientes excepto una bola de tabardíe, costaron muy poco dinero. Cuando las trajeron y las fundieron delante del rey, salió oro fino que pesaba una dobla. Al ver el rey que de algo tan barato sacaban una dobla de oro, se puso muy alegre y se consideró el más feliz del mundo. Por ello dijo al pícaro, que había hecho aquel milagro, que lo creía un hombre honrado. Y le pidió que hiciera más oro.

El granuja, sin darle importancia, le respondió:

-Señor, ya os he enseñado cuanto sé de este prodigio. En adelante, vos podréis conseguir oro igual que yo, pero conviene que sepáis una cosa: si os falta algo de lo que os he dicho, no podréis sacar oro.

Dicho esto, se despidió del rey y marchó a su casa.

El rey intentó hacer oro por sí mismo y, como dobló la receta, consiguió el doble de oro por valor de dos doblas; y, a medida que la triplicaba y cuadruplicaba, conseguía más y más oro. Viendo el rey que podría obtener cuanto oro quisiese, ordenó que le trajeran lo necesario para sacar mil doblas de oro. Sus criados encontraron todos los elementos menos el tabardíe. 

Cuando comprobó el rey que, al faltar el tabardíe, no podía hacer oro, mandó llamar al hombre que se lo había enseñado, al que dijo que ya no podía sacar más oro. El pícaro le preguntó si había mezclado todas las cosas que le indicó en su receta, contestando el rey que, aunque las tenía todas, le faltaba el tabardíe.

Respondió el granuja que, si le faltaba aunque fuera uno de los ingredientes, no podría conseguir oro, como ya se lo había advertido desde el principio.

El rey le preguntó si sabía dónde podía encontrar el tabardíe, y el pícaro respondió afirmativamente. Entonces le mandó el rey que fuera a comprarlo, pues sabía dónde lo vendían, y le trajera una gran cantidad para hacer todo el oro que él quisiese. El burlador le contestó que, aunque otra persona podría cumplir su encargo tan bien o mejor que él, si el rey disponía que se encargase él, así lo haría, pues en su país era muy abundante. Entonces calculó el rey a cuánto podían ascender los gastos del viaje y del tabardíe, resultando una cantidad muy elevada.

Cuando el pícaro cogió tantísimo dinero, se marchó de allí y nunca volvió junto al monarca, que resultó engañado por su falta de prudencia. Al ver que tardaba muchísimo, el rey mandó buscarlo en su casa, para ver si sabían dónde estaba; pero sólo encontraron un arca cerrada, en la que, cuando consiguieron abrirla, vieron un escrito para el rey que decía: «Estad seguro de que el tabardíe es pura invención mía; os he engañado. Cuando yo os decía que podía haceros rico, debierais haberme respondido que primero me hiciera rico yo y luego me creeríais».

Al cabo de unos días, estaban unos hombres riendo y bromeando, para lo cual escribían los nombres de todos sus conocidos en listas separadas: en una los valientes, en otra los ricos, en otra los juiciosos, agrupándolos por sus virtudes y defectos. Al llegar a los nombres de quienes eran tontos, escribieron primero el nombre del rey, que, al enterarse, envió por ellos asegurándoles que no les haría daño alguno. Cuando llegaron junto al rey, este les preguntó por qué lo habían incluido entre los tontos del reino, a lo que contestaron ellos que por haber dado tantas riquezas a un extraño al que no conocía ni era vasallo suyo. Les replicó el rey que estaban equivocados y que, si viniera el pícaro que le había robado, no quedaría él entre los tontos, a lo que respondieron aquellos hombres que el número de tontos sería el mismo, pues borrarían el del rey y pondrían el del burlador.

Vos, señor Conde Lucanor, si no deseáis que os tengan por tonto, no arriesguéis vuestra fortuna por algo cuyo resultado sea incierto, pues, si la perdéis confiando conseguir más bienes, tendréis que arrepentiros durante toda la vida.

Al conde le agradó mucho este consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro y compuso unos versos que dicen así: 
 
Jamás aventures o arriesgues tu riqueza
por consejo de hombre que vive en la pobreza.
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LA CAMISA DE MARGARITA


Probable es que algunos de mis lectores hayan oído decir a las viejas de Lima, cuando quieren ponderar lo subido de precio de un artículo:

-¡Qué! Si esto es más caro que la camisa de Margarita Pareja.

Habríame quedado con la curiosidad de saber quién fue esa Margarita, cuya camisa anda en lenguas, si en La América, de Madrid, no hubiera tropezado con un artículo firmado por D. Ildefonso Antonio Bermejo (autor de un notable libro sobre el Paraguay) quien, aunque muy a la ligera habla de la niña y de su camisa, me puso en vía de desenredar el ovillo, alcanzando a sacar en limpio la historia que van ustedes a leer.

I

Margarita Pareja era (por los años de 1765) la hija mas mimada de D. Raimundo Pareja, caballero de Santiago y colector general del Callao.

La muchacha era una de esas limeñitas que por su belleza cautivan al mismo diablo y lo hacen persignarse y tirar piedras. Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos cargados con dinamita y que hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes limeños.

Llegó por entonces de España un arrogante mancebo, hijo de la coronada villa del oso y del madroño, llamado D. Luis Alcázar. Tenía éste en Lima un tío solterón y acaudalado, aragonés rancio y linajudo, y que gastaba más orgullo que los hijos del rey Fruela.

Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de heredar al tío, vivía nuestro D. Luis tan pelado como una rata y pasando la pena negra. Con decir que hasta sus trapicheos eran al fiado y para pagar cuando mejorase de fortuna, creo que digo lo preciso.

En la procesión de Santa Rosa conoció Alcázar a la linda Margarita. La muchacha le llenó el ojo y le flechó el corazón. La echó flores, y aunque ella no le contestó ni sí ni no, dio a entender con sonrisitas y demás armas del arsenal femenino que el galán era plato muy de su gusto. La verdad, como si me estuviera confesando, es que se enamoraron hasta la raíz del pelo.

Como los amantes olvidan que existe la aritmética, creyó D. Luis que para el logro de sus amores no sería obstáculo su presente pobreza, y fue al padre de Margarita y sin muchos perfiles le pidió la mano de su hija.

A D. Raimundo no le cayó en gracia la petición, y cortésmente despidió al postulante, diciéndole que Margarita era aún muy niña para tornar marido; pues a pesar de sus diez y ocho mayos, todavía jugaba a las muñecas.

Pero no era esta la verdadera madre del ternero. La negativa nacía de que D. Raimundo no quería ser suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus amigos, uno de los que fue con el chisme a don Honorato, que así se llamaba el tío aragonés. Éste, que era más altivo que el Cid, trinó de rabia y dijo:

-¡Cómo se entiende! ¡Desairar a mi sobrino! Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar con el muchacho, que no lo hay más gallardo en todo Lima. ¡Habrase visto insolencia de la laya! Pero ¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcillo de mala muerte?

Margarita, que se anticipaba a su siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó, y se arrancó el pelo, y tuvo pataleta, y si no amenazó con envenenarse fue porque todavía no se habían inventado los fósforos.

Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista de ojos, hablaba de meterse monja, y no hacía nada en concierto. «¡O de Luis o de Dios!» gritaba cada vez que los nervios se le sublevaban, lo que acontecía una hora sí y otra también. Alarmose el caballero santiagués, llamó físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba a tísica, y que la única melecina salvadora no se vendía en la botica.

O casarla con el varón de su gusto, o encerrarla en el cajón con palma y corona. Tal fue el ultimátum médico.

D. Raimundo (¡al fin padre!), olvidándose de coger capa y bastón, se encaminó como loco a casa de D. Honorato, y lo dijo:

-Vengo a que consienta usted en que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si no la muchacha se nos va por la posta.

-No puede ser -contestó con desabrimiento el tío.- Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe buscar para su hija es un hombre que varee la plata.

El diálogo fue borrascoso. Mientras más rogaba D. Raimundo, más se subía el aragonés a la parra, y ya aquél iba a retirarse desahuciado cuando D. Luis, terciando en la cuestión, dijo:

-Pero, tío, no es de cristianos que matemos a quien no tiene la culpa.

-¿Tú te das por satisfecho?

-De todo corazón, tío y señor.

-Pues bien, muchacho: consiento en darte gusto; pero con una condición, y es esta: D. Raimundo me ha de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo a su hija ni la dejará un real en la herencia.

Aquí se entabló nuevo y más agitado litigio.

-Pero, hombre -arguyó D. Raimundo,- mi hija tiene veinte mil duros de dote.

-Renunciamos a la dote. La niña vendrá a casa de su marido nada más que con lo encapillado.

-Concédame usted entonces obsequiarla los muebles y el ajuar de novia.

-Ni un alfiler. Si no acomoda, dejarlo y que se muera la chica.

-Sea usted razonable, D. Honorato. Mi hija necesita llevar siquiera una camisa para reemplazar la puesta.

-Bien: paso por esa funda para que no me acuse de obstinado. Consiento en que le regale la camisa de novia, y san se acabó.

Al día siguiente D. Raimundo y D. Honorato se dirigieron muy de mañana a San Francisco, arrodillándose para oír misa y, según lo pactado, en el momento en que el sacerdote elevaba la Hostia divina, dijo el padre de Margarita:

-Juro no dar a mi hija más que la camisa de novia. Así Dios me condene si perjurare.

II

Y D. Raimundo Pareja cumplió ad pedem litterae su juramento; porque ni en vida ni en muerte dio después a su hija cosa que valiera un maravedí.

Los encajes de Flandes que adornaban la camisa de la novia costaron dos mil setecientos duros, según lo afirma Bermejo, quien parece copió este dato de las Relaciones secretas de Ulloa y D. Jorge Juan.

Ítem, el cordoncillo que ajustaba al cuello era una cadeneta de brillantes, valorizada en treinta mil morlacos.

Los recién casados hicieron creer al tío aragonés que la camisa a lo más valdría una onza; porque D. Honorato era tan testarudo que, a saberlo cierto, habría forzado al sobrino a divorciarse.

Convengamos en que fue muy merecida la fama que alcanzó la camisa nupcial de Margarita Pareja.

Ricardo Palma.
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AL AMOR

Para quienes creen que una persona de carácter no puede escribir hermosos poemas de amor, aquí Al amor de Manuel González Prada, quien en su época fuera llamado El apóstol de la muerte.

 Si eres un bien arrebatado al cielo
¿Por qué las dudas, el gemido, el llanto,
la desconfianza, el torcedor quebranto,
las turbias noches de febril desvelo?

Si eres un mal en el terrestre suelo
¿Por qué los goces, la sonrisa, el canto,
las esperanzas, el glorioso encanto,
las visiones de paz y de consuelo? 

Si eres nieve, ¿por qué tus vivas llamas?
Si eres llama, ¿por qué tu hielo inerte?
Si eres sombra, ¿por qué la luz derramas? 

¿Por qué la sombra, si eres luz querida?
Si eres vida, ¿por qué me das la muerte?
Si eres muerte, ¿por qué me das la vida? 

Si te gustó, este te va a encantar:


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